CAPÍTULO ANEXO DE EL EFECTO ARCOIRIS

Este capítulo, aunque sea anexo y no esté incluido en la historia, forma parte de ella. Leerlo es recomendado, tanto para saber si te va a gustar la novela que puedes adquirir en formato papel, o en E-Book, como para completar la novela. Espero que os guste. Intento no desvelar demasiadas cosas. Desde luego las más importantes quedan en el misterio.



CAPÍTULO ANEXO DEL EFECTO ARCOIRIS:
Cuando la Realidad es una Simple Masa de Galletas.


-¡Y funciona de veras! ¿Cómo?- Preguntó la mujer.
Ella era de altura media tirando a pequeña, tenía la melena castaña, poco pecho y unos ojos de color ambarinos que resaltaban por encima de cualquier otra cualidad. Cada vez que lo miraba así, con esos iris tan llamativos bajo las largas pestañas que a veces parecían abanicarlo, su corazón bailaba con alegría. Era la mujer de su vida. Sin duda.
Otros tres científicos y un coronel del ejército ruso observaban impactados aquel artilugio.
-Muy sencillo.- Respondió él, como si el experimento que hubiera realizado fuera cosa de niños.- Lo demuestro de nuevo.
La mujer asintió.
Bruno tan solo chapurreaba el ruso, y todos los presentes eran de aquella nacionalidad, por lo cual hablaba en su idioma natal, el español. Contaba con que Svetlana tradujera al resto lo que iba diciendo.
Lo que había diseñado era un cargador para una pistola antigua, de fabricación soviética. El cartucho tenía un engranaje automático y forma de U, para que cupieran el triple de balas que en el habitual.
-Las balas pasan a través de una pequeña cadena ligeramente engrasada en el codo del nuevo cargador.-  Explicó, haciendo el gesto con el dedo para que lo vieran todos.- Por lo demás como siempre, las cargas son empujadas por unos muelles. Tiene la ventaja adicional de que protege la mano del soldado. Y se monta y se desmonta fácilmente.
El coronel hizo un aspaviento y comentó algo que Bruno no entendió. Esperó a que su compañera le tradujera.
-Dice que si el peso no hará que sea menos preciso el disparo.
-Lo he fabricado con fibra de carbono, que es resistente y a la vez ligero.- Defendió su experimento.- No debería de dificultar el disparo de un soldado profesional, y le daría más autonomía. Además, he calibrado su peso con una pequeña bolita de plomo en el otro lado.- Pensó durante unos segundos, mientras Svetlana le trasladaba sus palabras al coronel. Tras ver que el veterano asentía, le tendió la pistola y añadió:- Puedes probarlo si quieres. Así puedes matizar el prototipo y ayudarme a mejorarlo.
El coronel agarró el arma y estudió detenidamente su forma singular. Tras ello apuntó a la diana situada a quince metros y dijo algo en ruso. Al ver que todos se ponían los protectores para las orejas, Bruno no dudó en imitarles.
Sonaron más de diez espantosas explosiones. La puntería de aquel hombre, a pesar de su edad, era excelente. Acertó en el blanco la mayor parte de sus disparos. Arqueó ligeramente la comisura de sus labios hacia arriba y comentó algo en su idioma. Después le devolvió el prototipo al científico español.
-Dice que no se nota en absoluto el sobrepeso, y que está deseando verlo en acción en armas más modernas.- Le tradujo apresuradamente la mujer.
El inventor sintió como su orgullo se hinchaba por momentos.
-En menos de un mes tendrán preparados diez prototipos para iniciar las pruebas.- Contestó, haciendo cálculos mentales. No se quería apresurar, pero presumía que en ese tiempo podía concluirlo.- A partir de entonces trabajaremos codo con codo para las futuras mejoras.
El coronel se marchó satisfecho y Svetlana abrazó a su marido, muy contenta, con una sonrisa de oreja a oreja que casi dividía aquella cara tan fina.
-Yo he terminado por hoy.- Le dijo tras separarse de él.- Supongo que te quedarás unas horas más trabajando. Te espero en casa.
-Muy bien, Lorena.- Le respondió él, propinándola un fuerte beso en los labios y guiñándola el ojo.
Todos los viernes desde que vivía en Moscú, se quedaba un par de horas más en las instalaciones científicas y Svetlana se marchaba antes. Cuando llegaba a casa por la noche, tenían por costumbre degustar una excelente cena romántica, con velas, y mezclando sabores de todo el mundo. Su mujer, además de una gran física teórica, era una excelente cocinera. Él no podía presumir tanto en ese apartado, pues se limitaba a las sopas de ajos y a los macarrones con queso.
Tras varias indicaciones en inglés a sus subalternos rusos, comenzó a trabajar en el diseño del cargador nuevo, en armas más modernas.

-Delicioso.- Se declaró conforme Bruno.
Svetlana se sonrió con vergüenza. Le había preparado una cena japonesa. El sushi lo compraba en un restaurante de la zona, pero la sopa de miso la había hecho ella misma, así como la sabrosa ensalada de algas y huevas.
-Pelota.- Lo acusó.
-De verdad que está riquísimo, Lorena.- Defendió él su crítica culinaria. Le cautivaba la comida nipona. Y le encantaba cenar con ella. Cada noche, y cada día que pasaba, lo consideraba un regalo caído del cielo, algo muy especial compartido con una persona muy especial.
-Cualquier día me voy a cambiar el nombre de verdad, Bruno.- Le amenazó clavándole sus ojos ambarinos y tornando su rostro mucho más serio.
Él le recordaba a diario las circunstancias de cómo se conocieron, con sorna, pero con cariño. Svetlana trabajaba para el gobierno ruso como infiltrada en el CESIT, para espiar nuevas investigaciones referentes a la física cuántica. Su nombre era Lorena Vratilev cuando trabajaba en Madrid con él, cuando se enamoró de aquella simpática chica rusa, que era una agente de inteligencia. Luego, después de hacer un descubrimiento asombroso, por supuesto teórico, ella desapareció durante un tiempo, lo que le supuso un shock. Cayó en una pequeña depresión, pero gracias a un amigo científico del CESIT, Gustavo Blanco, salió adelante. Pasaron los meses, y recibió unas extrañas llamadas desde un número oculto, en las que nadie contestaba. A la cuarta llamada escuchó su inconfundible voz con acento ruso, pidiéndole que viajara a Moscú, y que se volvieran a ver. Él cogió un mes entero de vacaciones y se marchó para allá. Fueron momentos íntimos, muy especiales y que jamás olvidaría. En aquella fría ciudad decidió pedirle a la muchacha que le buscaran un hueco en algún departamento de física. Tuvo que hacer muchas pruebas, tanto psicológicas como de aptitud. Tenían miedo que España les devolviera la jugada.
Un año más tarde él le pidió matrimonio. Nunca había pensado que se iba a casar, de hecho odiaba la ficción jurídica del matrimonio, pero con Svetlana Gobulev, pues así se llamaba en realidad, no tuvo ninguna duda. Lo había dejado todo atrás por ella, y sabía de buena tinta que ella también por él. Era como vivir en un sueño donde todo funcionaba, donde todo estaba en el sitio que le correspondía.
Aunque había algo que no había cambiado en absoluto desde aquella primera cita en la casa de Svetlana, en Pozuelo de Alarcón.
-¿Me acompañas al cuarto?- Preguntó Bruno, rozándole la mejilla con el dedo anular, donde tenía el anillo de oro.
Ella sonrió y lo miró enarcando una ceja.
-¿Tienes sueño?- Insinuó con ironía.
-Sí, ha sido un día muy largo, es hora de ir a dormir.- Mintió él.

Al día siguiente fueron a visitar las afueras de la ciudad, donde había más campo, y los árboles desnudos se vestían de nieve y de musgo. Aquella primavera de dos mil diecisiete había resultado ser de lo más frío. Iban abrigados con polares y con anoraks de plumas, gorros, guantes y bufandas. Resultaba un placer pasear por aquellos páramos helados. El paisaje muerto parecía ocultar millones de secretos que sólo las brujas más iniciadas podrían desentrañar.
-Luego te invito a comer.- Le propuso Bruno pasándole el termo de café con leche.
Su imagen se reflejaba en una charca a medio congelar. Se podía distinguir en aquellas aguas cristalinas junto con ella. Era alto, de complexión delgada, sus ojos marrones intenso no se veían con claridad, más bien parecían dos puñaladas negras. Se había dejado barba desde hacía dos meses. No se ocupaba mucho de ella, pues le parecía una molestia innecesaria. Si vistiera con harapos parecería un naufrago. Tenía el pelo negro, con un par de canas, pues ya tenía una edad. No pensaba teñirse el pelo, era otra molestia innecesaria. En su trabajo no valoraban su imagen, sino lo que se escondía debajo de ella. Más bien lo que tenía dentro de la cabeza.
-Seguro que me invitas a un restaurante español.- Protesto Svetlana.
-¿No te gusta la comida española?- Se hizo el sorprendido él, mirándola de soslayo.
Ella soltó una carcajada.
-No me vengas con esas.- Le amenazó de broma con el termo humeante.- Reconoce que lo haces para no pedir comida en ruso.
-Es un idioma complicado.- Le sonrió Bruno y guiñó el ojo derecho.- Soy más de números que de letras.
-¡Que cara más dura! Lo hablas bastante bien. Pero eres un poco vago.
Se levantaron y se pusieron en marcha por el paseo de piedra, a la vereda de un riachuelo que desembocaba en la charca medio congelada. El bosque los rodeaba con un susurrante viento frio que se les calaba hasta los huesos, a pesar de la cantidad de ropa que llevaban encima. El científico español entendía la afición de aquellas gentes por el vodka y por cualquier cosa que calentara sus escarchados entornos.
-Es sólo que a veces echo de menos unas lentejas con chorizo de León, los cachopos asturianos, o el pulpo gallego.- Concedió finalmente.- Las bebidas que tomáis aquí no están mal, pero el vino de La Rioja o un buen Ribera de Duero es incomparable ¿No crees?
Ella miraba al suelo mientras caminaban. Se agarraban de la mano como si estuvieran atados por algo irrompible.
-Carnaza, grasa y zumo de uvas fermentado.- Soltó ella con sarcasmo.- Típico de un español. Tienes que aprender a comer otra cosa.
-Nabos, cebollas y coles.- Respondió él intentando devolver el golpe.- Mezclados con dulzura en decenas de combinaciones. Y vodka para enrojecer la nariz pálida por la ausencia de sol. Creo que nunca me acostumbraré.
Para continuar con la broma puso cara de desesperación, exagerándola mucho. Svetlana soltó otra sonora carcajada. Era fácil provocarlas para Bruno.
-Está bien.- Accedió la mujer, entreabriéndole los ojos.- ¡Pero pides el menú en ruso!
-Solo faltaba eso. ¡Ni hablar!

Llegaron a su apartamento cuando ya había anochecido. Encendieron una tenue luz en la sala de estar y Bruno se dejó caer en el sofá, cogiendo con una mano el mando a distancia de la televisión y encendiéndola. Cambió de canal compulsivamente, pues no le apetecía ver nada en ruso. A nivel conversación le agotaba profundamente seguir el hilo, así que puso el canal internacional de Televisión Española. No daban nada juicioso, tan sólo una serie bastante funesta de época, que le provocaba un sueño terrible, pero era lo más relajado que se le ocurría hacer.
Svetlana apareció como un fantasma atravesando la oscuridad de la entrada con un pequeño taco de cartas en las manos. Las estaba revisando con curiosidad.
-Tienes una carta.- Le dijo.- Es de un tal Gustavo Blanco. ¿No es ese tu amigo de Madrid?
-¿Una carta?- Se sorprendió él. Nunca recibía cartas, a no ser que fueran facturas de alguna clase. Sus amigos se comunicaban con él a través del correo electrónico o de las redes sociales donde estaban todos metidos.- ¿De Gustavo?
-Si.- Afirmó ella de manera innecesaria.
En la televisión, una dama de alta alcurnia que vestía un traje demasiado limpio para la época en la que se relataban los hechos, se arrodillaba finalmente ante la Reina de España con alguna mala intención, pues su mirada resultaba falsa para cualquier espectador que se preciara de ser mínimamente inteligente, y delataba sus verdaderas intenciones.
-Déjame ver.- Le pidió él, estirando la mano, pero sin moverse del sofá.
Ella le entregó la misiva mientras dejaba las cartas restantes en una mesa camilla redonda que tenían en un rincón. Seguramente fueran facturas del gas, de la electricidad y de la compañía telefónica.
En efecto, era una carta escrita a mano por su amigo Gustavo, por lo menos el remitente era él. Qué extraño. Cogió un abrecartas que tenían prácticamente de adorno en una estantería. No quería romper el sobre como hacía con las facturas, pues una carta de un amigo era como un extraño tesoro para él. Le gustaría conservar el sobre. Extrajo el folio que contenía en su interior. Era solamente uno, por lo que le tuviera que decir su amigo no era muy extenso.
Desplegó la hoja y leyó, renglón tras renglón. Su mujer se sentó a su lado, preocupada al verle la cara, y esperó a que terminara para que le contase.
Cuando Bruno dejó caer la carta a su regazo, se quedó unos momentos en estado de shock. Estaba muy pálido parecía a punto de desmayarse. Le temblaban las manos.
-Cariño, ¿Estás bien?- Le preguntó Svetlana muy preocupada.- ¿Ha pasado algo?
-Sí, ha pasado algo.
De pronto se sintió terriblemente culpable. Su amigo Gustavo no era ningún alarmista, de hecho era un científico muy concienzudo. Pero el contenido de la carta prácticamente anunciaba un apocalipsis del que nadie se daría cuenta. Y era culpa suya. Y de Svetlana.
-Nuestro proyecto juntos...- Comenzó él, atragantándose con cada palabra.- El que aquí no da resultados todavía con los ratones del laboratorio...
-¿El Selector de Opciones Cuánticas?- Se sorprendió ella.
Era el proyecto por el cual se habían conocido. La idea había sido de ambos, y él la había trasladado al Ministerio de Educación y Ciencia de España. A su vez ella había pasado los informes al Departamento de Física Aplicada de Moscú. Ambos investigaban en la actualidad aquel aparato que en su día imaginaron, un ingenio que medía y cuantificaba la realidad existente, y que podía cambiarla casi al antojo de su de su propietario. Bruno sospechaba que era imposible, que era solo una cuestión teórica. También pensaba que se requeriría una cantidad de energía inmensa que en ningún caso se podía reunir en condiciones de seguridad en el planeta. Sus experimentos en Moscú habían sido un fracaso por el momento.
-En España han concluido la fase de pruebas, parece ser.- Confesó él.- Lee la carta, por favor.
Esperó a que ella terminara de pasar sus ojos por las líneas que había manuscrito su amigo madrileño. Vio como enarcaba las cejas castañas y se ponía colorada entera. Unas gotas de sudor emanaron de los poros de los laterales de su frente.
-¿Pero cómo...?- Consiguió articular por fin.
-La cuestión ya no es el cómo, sino el cuándo. Si Gustavo está asustado es por algo muy grave. Ya lo has leído. Ese aparato va a caer en malas manos. ¿Sabes lo que significa eso?
Se quedaron en silencio unos minutos. Bruno apagó el televisor y volvió a dejar el mando en la mesilla de cristal que estaba frente al sofá.
-Me siento muy responsable.- Susurró Svetlana mirando de reojo a su esposo.- No había pensado nunca en las consecuencias de nuestra investigación. Pero en la carta no se detalla ningún efecto, nada que nos haga pensar que nuestro invento es algo tan pernicioso.
Bruno le devolvió la mirada. Estaba completamente perdido. Aunque en el manuscrito de su amigo no se detallara ningún efecto, ninguna consecuencia, era capaz de imaginar cientos de aplicaciones dañinas para la sociedad.
-Piensa, Svetlana ¿Qué podría hacer alguien con la capacidad de cambiar la realidad a su antojo?
-Lo que quisiera.- Respondió ella en voz queda.
-Tenemos que cancelar la investigación aquí en Moscú.- Dictaminó él.
-No podemos.- Protestó ella.- No nos van a dejar.
-Podemos intentarlo. Ya se nos ocurrirá algo. Debemos volver a España en la mayor brevedad posible.
Ella fue hasta la nevera y sacó un par de cervezas. Le cedió una a su marido y abrió la suya, dándole un largo sorbo. Él hizo lo mismo con la suya, saboreando la deliciosa espuma, la amargura en su paladar. Era como la reciente noticia en su cerebro: amarga, con regusto, pero de efectos peores que el zumo de cebada.
-No podemos volver a España, no ahora.- Le recordó Svetlana.- Tenemos un contrato con la agencia rusa de investigación que no podemos romper así como así. Aunque consigamos de alguna manera acabar con el examen del Selector de Opciones Cuánticas de Moscú, a ti te queda una serie de pruebas para los proyectos armamentísticos.
-Lo sé.
-Gustavo se las tiene que apañar él sólo por ahora.
-Le contestaré en un par de semanas, cuando tenga algo concreto que decirle.- Dijo Bruno, mirando de reojo la carta encima de la mesa de cristal, junto al mando a distancia.

Pasó semana y media desde que Bruno recibiera la carta de su amigo. Tanto Svetlana como él habían hecho todo lo posible para boicotear la investigación del S.O.C. y por el momento parecía que iban a cancelar el proyecto. Al no dar resultados con los ratones, según palabras de su mujer, era inconcebible que diera resultados con el entorno, y mucho menos con el comportamiento humano. Era un callejón sin salida.
Temían que por otro lado las labores de espionaje del gobierno de Rusia les dieran informaciones contradictorias. Eso supondría un problema, pero jamás lo iban a saber ellos, por ser información confidencial.
-Han cerrado el proyecto.- Anunció Bruno a sus compañeros en inglés, al día siguiente.- La ausencia de resultados útiles y la cantidad de dinero gastada son los argumentos que nos dan. Lo siento.
-Creo que si nos conceden un poco más de tiempo podremos obtener los resultados que buscan.- Defendió un joven científico, entusiasta y muy inteligente, llamado Dmitry Vorobiov.
-Ya no hay nada que hacer.- Le dijo Svetlana.- Hay que recoger este laboratorio. Se acabó.
Bruno la miró con satisfacción. Tenía que ocultar sus verdaderos pensamientos, poner cara de lástima o algo parecido, pero le resultaba muy complicado dada la alegría que sentía en su interior.
-No hemos hecho todo lo que está en nuestra mano. Podemos defender nuestra investigación.- Insistió el joven.- La parte teórica es posible.
El científico español comenzó a preocuparse. Era cuestión de vida o muerte que se cancelara definitivamente las pruebas preliminares. Aquel individuo podía ser un problema que tenía que atajar lo más rápidamente posible
-También es teóricamente posible atravesar un agujero negro y viajar en el espacio-tiempo. Pero no podemos demostrarlo y supondría un nivel energético para el que la raza humana no está preparada todavía. ¿O tú eres capaz?
-No.- Reconoció el ruso.
-Pues las ecuaciones que hemos desarrollado Svetlana y yo en los últimos meses nos revelan que para que el aparato funcione en la práctica, necesita una cantidad de energía similar. Dime... ¿De dónde la sacamos?
-Podríamos utilizar la energía solar, colocando una lupa enorme en un satélite y concentrando la energía en un punto donde podamos recogerla.- Añadió otro de los compañeros.- Es un proyecto en el que estoy trabajando desde hace...
Svetlana soltó una carcajada.
-Si te equivocas una sola micra en tus cálculos harías un boquete en la tierra que reventaría el núcleo del planeta.- Le criticó.- Sabes las consecuencias terribles de ese experimento. Mi respuesta es no.
-Además, dile a tu gobierno que invierta unos cuantos cientos de millones de dólares más en nuestra investigación, ya verás lo que te dice.- Intervino de nuevo Bruno.- Podéis ir a casa. Mañana tenemos que recoger.
Cuando todos se hubieron marchado y la pareja se quedó a solas en el laboratorio, mantuvieron el silencio. Los ratones blancos de ojos rojos correteaban en las norias que tenían dentro de las jaulas.
Volvieron a su apartamento, sin decir nada, conteniendo sus emociones. Bruno sacó comida precocinada para comer algo y ya en la mesa se miraron con intriga.
-Lo hemos logrado.- Dijo él.
-Sí, pero en España la cosa es diferente.- Le recordó ella.
-Voy a escribir a Gustavo sin falta. Ahora mismo. Calculo que hemos de quedarnos aquí otros siete meses hasta que concluya mis proyectos con el Departamento de Defensa.
-Espero que no sea demasiado tarde.- Dijo ella.- Yo me he quedado sin trabajo, así que estoy libre para hacer otras cosas.
Bruno pensó durante unos instantes.
-Me preocupa la actitud de Dmitry Vorobiov.- Comentó nervioso. Se metió en la boca unos guisantes con cebolla humeantes. La mujer asintió.- Vigílalo de cerca por si nos ocasiona problemas ¿Podrás hacerlo?
Ella sonrió, pero le torció la boca, masticando su cena.
-¿Propones matarlo si da problemas?- Preguntó Svetlana sin que le temblara la voz en ningún momento. Eso irritaba profundamente a su marido, aunque en aquella ocasión intentó que no se le notara.- Recuerda que aunque fui espía, no soy una asesina, sino una científica.
A Bruno se le revolvió la tripa, tamborileando un retortijón. Apartó la bandeja de plástico blanco donde venían los alimentos preparados y contempló con una ceja enarcada a su mujer, que comía plácidamente. Negó con la cabeza, aunque pensó que tal vez era lo que había que hacer si daba problemas serios. No podían dejar que un ambicioso científico ruso terminara aquella investigación que tantos problemas estaba dando en España. ¿Qué harían en el caso de que le concedieran a Dmitry la jefatura de la investigación, y que esta siguiera adelante sin ellos dos? No les quedaba más alternativa: antes de que todo eso ocurriera, si aquel joven hacía movimientos peligrosos en aquella dirección, tendrían que acabar con él. Su mujer había vuelto a dar en el clavo, y a llegar a la conclusión inevitable mucho antes que él. Aunque le desagradara profundamente, aunque tuviera que empujar a su mujer a cometer aquel acto criminal. Ella estaba preparada para ello, y él no. Debía asumirlo.
-Svetlana.- Dijo muy lentamente. Le costaba decir ciertas cosas embarazosas.- Si es necesario, hemos de hacerlo, si.
Ella se puso muy seria. No esperaba aquella reacción del hombre tierno al que quería.
-Vamos a empezar por lo básico.- Le explicó, cargándose de paciencia. Bruno no sabía cómo se las arreglaba, pero le daba la sensación de que siempre llevaba razón. Era muy sensata.- Voy a seguirlo, no tengo ningún problema. Sé donde está y lo que está haciendo ahora mismo, y donde va a ir mañana. A partir de ahí no sé nada más. En el caso de que fuera absolutamente necesario, no volverá a ver la luz del sol.
No le sorprendió su respuesta, pero si le hacía pensar cada vez más en la posibilidad de que su mujer fuese un poco psicópata. Todos los rusos eran así, fríos y calculadores. Por lo menos le daba a él esa sensación, español, cálido y empático.
-Bueno, pues mañana cuando vayas a recoger con él el laboratorio, comienza el seguimiento.
-Es lo que tenía pensado.

-Tu marido y tú os equivocáis.- Se quejó con enojo Dmitry.
Estaban guardando las probetas y los tubos de ensayo en cajas de cartón, con protección de forexpan. Luego tendrían que meter los ratones blancos en unas cajas especiales y opacas de metacrilato, para que los incineraran en el departamento correspondiente.
-En el fondo sabes que no es así.- Le contestó Svetlana muy seria.- Lo sensato es no tirar más fondos de los contribuyentes en algo que no funciona.
-Pienso hacer cálculos y demostrar que esto tiene que seguir adelante.
 La cara de frustración del compañero científico era notoria. No pensaba rendirse y dejar de lado aquella investigación tan prometedora. También estaba de acuerdo que un descubrimiento así podría hacerle ganar el premio Nobel. Si no le daba otra opción, la mujer sabía lo que tenía que hacer. Pero quería evitarlo, no le caía tan mal aquel individuo.
-Nos han dado orden de pararlo. Si sigues te pueden echar de las instalaciones, Dmitry. Por favor, me caes bien, no sigas.
El la miró con una cara que no admitía réplica.
-Es un descubrimiento que puede cambiar el mundo.- Le dijo con un susurro. Mierda. Estaba determinado a hacerlo.
Una sombra de duda se instaló en los pensamientos de la científica ¿Cómo evitar que siguiera adelante con aquello? Dialécticamente no podría conseguirlo. Las sombras siguieron avanzando, hasta que llegó a una conclusión única: su marido tenía razón. Había que acabar con él. Era una amenaza. Si en España estaban pasando una crisis por el descubrimiento, en Rusia no podía permitir que eso sucediera. Sería aterrador que varios países pudieran cambiar la realidad a su antojo. ¿Cómo sería una guerra sin armas, sólo cambiando la realidad una y otra vez? ¿Sería como el apocalipsis? ¿Piedras, edificios enteros desapareciendo y apareciendo al mismo tiempo? ¿No era eso ya la realidad según la tenían estudiada? Solo con una diferencia: el ser humano no había descubierto la capacidad de hacerlo a capricho. Si adquiría esa habilidad en base a la herramienta que estaban diseñando... por mucho que lo lamentara, sería el final.
-Sí, puede cambiar el mundo y también destruirlo.- Le respondió tras meter varias probetas más en las últimas cajas. Ya lo tenían casi todo preparado. Faltaba limpiar las mesas de metal que en ese momento estaban desnudas.
-Si se destruye por eso, se puede volver a crear ¿Te imaginas un mundo sin maldad? Yo sí, y este descubrimiento puede tener esa finalidad.
Ella hizo una mueca, sorprendida por su razonable explicación, pero tras meditarlo un poco, llegó a una solución diferente.
-Veo un mundo con una maldad controlada, como si fuera por un cuello de botella. No estoy de acuerdo, Dmitry. Estoy en contra de que unos pocos puedan tener maldad y el resto viva con resignación una inocencia que no tiene cura.
El abrió mucho los ojos, con ira.
-¡Lo sabía! Sabía que vuestros únicos argumentos en contra son morales.- La acusó. Le señaló con el dedo de forma que le pareció muy incorrecta en aquel momento.- Voy a continuar la investigación. Sabéis que es posible.
Mierda, se dijo de nuevo. Metió la mano en la caja y palpó sin mirar, pues sus ojos estaban fijos en su compañero. Buscaba algo que pudiera romper y clavárselo en el cuello de forma inmediata. Una probeta o un tubo de ensayo.
No. Se aconsejó a sí misma. Ahora no puedo. Si cometía cualquier estupidez, acabaría en la prisión y sin poder hacer nada. Debía esperar. Le seguiría allá donde fuera.
-Nuestros argumentos son matemáticos.- Resolvió muy fríamente. No iba a continuar dando pistas. Había cometido un desliz. Deseó por un momento volver atrás en el tiempo y hacer caso omiso de los comentarios de su colega.- Si quieres seguir tirando el dinero, allá tú. Al final te descubrirán y todo saldrá a la luz como un escándalo. Otro escándalo.- Hizo una pausa.- Y no me vuelvas a hablar en ese tono, te lo advierto.
Continuaron limpiando el laboratorio, en un silencio sepulcral, con el ambiente tan crispado que se podía inhalar con las fosas nasales en cada respiración.

Pasaron dos días más. Svetlana le había instalado en el portátil a Dmitry un troyano indetectable que usaba el departamento de defensa. Así, desde la comodidad de su casa podía rastrear los movimientos del científico, y controlar todo lo que mandaba y recibía.
No había tenido tiempo de estar ociosa, a pesar de estar en paro en aquel momento. El seguimiento de su excompañero le había ocupado parte del día y de la noche anterior.
Dmitry había enviado emails a varios de los científicos que trabajaban en el proyecto, y que compartían su opinión. Se estaba posicionando para liderar la investigación para desarrollar el S.O.C. y comenzar de nuevo. De hecho, trabajaba en un archivo de texto cuya finalidad era demostrar a las autoridades competentes su viabilidad. Y estaba a punto de terminarlo. Había enviado copias de seguridad a varios dispositivos, y la mujer era consciente de que a no ser que conectara de nuevo esos dispositivos a su ordenador, no podría borrarlos todos.
La mujer castaña se enfundó su abrigo de plumas de ganso y salió al frío de las calles de Moscú a las siete de la madrugada. Había una reunión secreta entre los integrantes de su antiguo equipo. Tenía que evitar que tuviera lugar. Escondido en las botas, llevaba una navaja, y en la parte de atrás del pantalón, un revolver. El silenciador, básico para una posible acción sin consecuencias, lo llevaba guardado en el bolsillo interior del abrigo. Su móvil estaba conectado con aquel virus, por lo que le decía en qué lugar se encontraba su objetivo, con una marca verde parpadeante en el mapa de la ciudad. Sabía dónde se dirigían. Quería evitar sorpresas desagradables. Aquella reunión no debía celebrarse.
Cogió su coche y salió de la ciudad por la carretera radial E30, atascada para entrar al casco urbano, pero completamente libre para salir. Condujo durante una hora, desviándose por una carretera secundaria en dirección a Ruza, una urbe cerca de Tablovo, pueblo donde el científico ruso tenía su casa de fin de semana. Allí había quedado con los demás para plantear sus estrategias. Sabía que él ya había llegado la noche anterior, y que estaba esperando la reunión que se celebraría por la tarde.
Cuando llegó a Ruza paró en una taberna a tomar un café en el polígono industrial. Estaba repleto de obreros con monos azules, de las fábricas circundantes. Después retomó la carretera A108 en dirección a la cercana población. Cuando llegó allí, aparcó en la otra punta de Tablovo.
Se acercó caminando a las inmediaciones de la casa de Dmitry, con cuidado de que no estuviera dando una vuelta por alguna de las cuatro calles que tenía el pueblo. Aquello estaba desierto, por lo que extremó sus precauciones. Comenzó a caer aguanieve, lo que le vino bien para poder colocarse el gorro del abrigo y pasar más desapercibida. Una vez llegó a la parte de atrás de la vivienda, miró hacia un lado y hacia el otro. Al no ver a nadie, observó en el interior. Ningún movimiento. La señal de su móvil provenía de alguna de las habitaciones, pero no era garantía absoluta de que su objetivo estuviera junto al dispositivo.
Saltó la valla y se acercó a hurtadillas por el jardín, llegando hasta un balcón con balaustradas de madera pintadas de blanco. Las contraventanas estaban abiertas de par en par, y la puerta no debería de ser difícil de forzar.
Puso atención en el interior. Apenas escuchaba nada por el aguanieve que estaba cayendo. Esperó pacientemente.
Pasado un rato oyó la puerta principal abriéndose. Se asomó a la esquina de la vivienda vacacional y observó cómo Dmitry salía al exterior y tomaba la calle hacia la derecha. Se había fijado que calle abajo había un pequeño supermercado. Seguramente iría hacia allí. Tenía que aprovechar el momento.
Sacó sus ganzúas y una pequeña palanca que llevaba en el interior de un saquito de cuero y se puso manos a la obra. El acceso de atrás era corredizo y no tenía cerradura, sólo era posible abrirlo desde el interior. Pero encontró un truco: metiendo la palanca ligeramente sin doblar demasiado el marco, y haciendo presión hacia la izquierda, dejó suficiente espacio para introducir una de las pequeñas ganzúas y subir el enganche que la dejaba cerrada. Con un leve ruido, se abrió unos centímetros. Le supo a gloria y a triunfo. Quizá con un poco de suerte podía evitar la muerte de su excompañero.
Antes de continuar, cambió sus guantes de lana por unos de cuero, que le permitieran más movilidad y tacto.
Accedió al interior y contempló el salón, decorado ostentosamente con motivos de caza y reliquias africanas. La mujer soltó un bufido por aquel mal gusto, y puso atención por si había alguien más en la casa. No percibió ningún sonido que no fuera el repiqueteo del agua al chocar contra el tejado, así que subió las escaleras hacia la segunda y última planta. Allí encontró el despacho, con el portátil y un pincho USB.
Abrió el ordenador y metió la clave que había detectado con su troyano: Nobel2018. Las pretensiones de aquel joven científico estaban claras. Introdujo el USB y lo registró en busca de documentos que le parecieran importantes. Encontró demasiados como para borrarlos selectivamente, así que tomó una decisión: borrar primero los que Dmitry hubiera subido a la nube como copia de seguridad, después formatear aquel USB, y posteriormente el disco duro del portátil. Ojalá le diera tiempo.
Se puso a la tarea. Mientras accedía y borraba los archivos de internet, se fijó en que había dejado a su paso un rastro de agua, gotas que habían seguido sus pasos, como en el cuento de la casita de chocolate y las migajas de pan. Su corazón se aceleró. Si no quería hacer lo que hacía unas horas le parecía inevitable, debía de limpiarlo.
Después de comenzar a formatear el USB, buscó una fregona, que encontró en el cuarto de baño de la planta de arriba. Se quitó el abrigo empapado y fregó afanosamente desde el portón del balcón hasta las escaleras de la segunda planta.
Si tardara un poco más el ambicioso científico, podría vivir más tiempo. Guardó de nuevo la fregona y con el corazón acelerado, se acercó al ordenador, para comprobar que se habían eliminado ya los archivos subidos a la nube. Perfecto, así era. Dio la orden para formatear el disco duro. Volvió a introducir la pretenciosa clave y el dispositivo se puso a ello.
Oyó entonces la puerta principal abriéndose.
Joder ¿No podía haber tardado diez minutos más?
Cerró el portátil, cogió el abrigo, y se metió con toda la discreción del mundo en el armario, sin emitir apenas ruido.
Sacó la pistola y le enroscó el silenciador. Por favor, dime que has olvidado comprar una botella de vodka y tienes que volver a salir. Pensó. Sólo escuchó sonidos que provenían de la cocina en la planta de abajo. Estaba colocando la compra.
Terminó de enroscar el silenciador y cargó el arma. Cerró los ojos con fuerza y no respiró al sonar el click. En la cocina seguían percutiendo los botes contra la madera de los estantes. Exhaló el aire guardado en los pulmones lentamente y esperó. Él tendría que abrir aquel armario tarde o temprano. Y sería el final de su vida.
Oyó los pasos subir las escaleras. Una gota de sudor recorrió lenta y fría la sien de Svetlana, haciéndole unas cosquillas casi insoportables hasta llegar a su fino mentón. No hizo ningún movimiento. Pensó en Bruno, en él intentando solucionar todo aquello sólo mientras ella vagaba en una prisión. Pensó en los paseos por el bosque, y no sabía bien por qué también recordó los termos de café caliente.
Los pasos llegaron hasta su planta y se detuvieron en seco. ¿Habría dejado alguna pista fuera que indicara que había estado ahí? Comprobó con la mano que tuviera el abrigo. Bien. Allí estaba. Recordó la posición del portátil. Creía haberlo dejado en la misma en la que se lo había encontrado.
La sienes bombeaban sangre como si fuera alguien aporreando una pared, como unos tambores africanos tocando al ritmo más suave posible. Los latidos ensordecían sus orejas y evitaban que percibiera los sonidos más sutiles. Además, aquel armario olía asquerosamente a naftalina.
Por fin, agua contra agua. Seguramente hubiera entrado en el baño de la habitación. La mano enguantada con la que sujetaba la pistola se le quedó fría. Estaba sudando profusamente. No podía matarlo. Si lo hacía la acabarían pillando, si no era por un pelo en el armario, sería por los restos que iba dejando por toda la casa.
-¡Joder!- Exclamó Dmitry.
Svetlana dio un respingo y contuvo el aliento. ¿Le habría descubierto?
-Que cabeza tengo.- Murmuró de nuevo el científico.
Escuchó de nuevo los pasos, esta vez acelerados en dirección a la planta de abajo. Después al rato, la puerta principal abriéndose y un portazo.
Se habría olvidado de algo.
Respiró profundamente y salió del armario con sumo cuidado, no fuera todo una trampa del dueño de la vivienda. Separó la pantalla del teclado del ordenador. Llevaba un cinco por ciento del formateo. Aquello no terminaría en la vida. Lo cogió y miró por la ventana, que daba al jardín de atrás, por donde había entrado ella. No se atrevía a salir por el balcón, era demasiado arriesgado bajar, por lo que tendría que saltar.
Abrió la ventana y tiró al césped mal cuidado el equipo informático, que cayó con un estruendo disimulado por el aguanieve. Después saltó ella, rodando por el suelo para evitar mayor daño en la columna cervical o en las piernas. Eso le hizo recordar el largo curso de fuerzas especiales al que la sometieron durante más de seis meses. Por lo menos en aquel momento le servía para algo.
Recogió el portátil empapado y se apoyó en la valla metálica que delimitaba el jardín con la calle. Miró en una dirección y en otra en busca de gente. Nadie. Después se fijó en las ventanas de las casas próximas.
Se puso el gorro del abrigo y salió a la acera. Bien. Abrió el ordenador y comprobó que pese al golpe seguía haciendo el formateo. La pantalla estaba rajada en diagonal, pero funcionaba. Era duro. Suspirando tanto que el aliento le salía en chorro de vapor por la boca, se encaminó hasta su coche, que había aparcado al otro extremo de la pequeña población. Miraba de un lado al otro constantemente, temiendo encontrarse por sorpresa a Dmitry. No quería matarlo en plena calle.
Acalorada llegó al vehículo, y salió sin llamar la atención en dirección a Ruza.
Tomaría otro café en el mismo bar mientras terminaba de hacerse el formateo. Después tiraría el ordenador a un contenedor industrial hecho pedazos.
Esperaba haber terminado con la amenaza en su país. Comenzar de nuevo la investigación requeriría años de esfuerzos, y en aquella ocasión no contarían ni con Bruno ni con ella, que eran los que tenían completamente claros los conceptos.
Ahora les quedaba lo peor: el viaje a España y ver que sucedía por allí que alarmaba tanto a Gustavo Blanco.

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